EL MEDITADOR SOCRATICO.



Cuenta la historia que en la ribera del río Rohini, al pie del sur de la cadena de los Himalayas, vivía el clan de los Sakya. Su rey era Suddhodana Gautama y la reina se llamaba Maya. Tuvieron un hijo al que llamaron Siddartha, que significa “todo deseo es satisfecho”.

El joven príncipe vivía en medio de riquezas, placeres, música, danzas, en las residencias en las que se alojaba de acuerdo a las cuatro estaciones del año. Sin embargo, y a pesar de una vida despreocupada, al privilegiado vástago lo inquietaba el problema del sufrimiento cuando se preguntaba por el sentido de la vida humana.

Luego de tener su primer hijo, Siddartha, a los 29 años, decide dejar el palacio, con un único sirviente, Channa, y su caballo favorito, Kanthaka, blanco como la nieve, para recorrer los caminos del mundo con el fin de hallar una respuesta a la verdadera naturaleza de la enfermedad, la vejez, y la muerte.
Vivió en la selva durante seis años, aprendió las prácticas ascéticas, y a los 35 años, un 8 de diciembre, el príncipe se convirtió en Buda. Había comprendido el misterio del ser.
Desde ese momento, hasta el día de su muerte, su enseñanza se basa en la transmisión de técnicas de control mental para no estar sometido a la rueda infinita del deseo, y para albergar en el corazón el sentimiento de compasión respecto del sufrimiento de los hombres.

En nuestras ciudades modernas del Occidente capitalista, dos mil quinientos años después, millones de personas orientan sus vidas por los principios básicos de la misma meditación que practicaba Buda, pero lo hacen ahora, en nuestro tiempo, en la era de la ciencia. A partir de diferentes tradiciones, miles de maestros, gurúes e instructores forman adeptos y discípulos en instituciones que se distribuyen por todo el mundo.

Hace más de tres años que soy lo que llaman un meditador. La técnica que aprendí es la de un gurú de la India cuyo nombre –Maharishi, seguro, pero algo más también– olvido cada vez que lo rememoro. Es el mismo maestro que tuvieron los Beatles y el que sigue David Lynch. Gurú Dev es el maestro del maestro. La práctica de la meditación que llevo a cabo se hace todos los días dos veces al día, treinta minutos cada vez.

Se cierran los ojos, se respira con calma, y se repite un mantra. El aprendizaje se completa con el recitado silencioso de sidis o sutras, imágenes-palabras, sobre las que la meditación continúa.
No se trata de tener la mente en blanco sino, por el contrario, dejar que la mente trabaje con la intensidad que lo hace siempre, hasta que se calme. Lo único que hay que evitar en lo posible es que surja una idea obsesiva que ocupe todo el espacio mental e impida la corriente de imágenes. Con el tiempo, el flujo mental deja de ser caótico, y las terminales neuronales de enorme voracidad, disminuyen su actividad. Se permite así pensar en pocas cosas, y en ciertos momentos no pensar en nada, y dejar que la respiración acompañe el mantra.

Esta media hora puede ser una eternidad. Pero no lo es. Es sólo media hora. No se hace nada, se cierran los ojos, se interrumpe la actividad cotidiana y si suena el celular se puede interrumpir la meditación, y el que quiere lo atiende, y el que no, no. Cuando la meditación termina, se estiran brazos y piernas y volvemos a las actividades acostumbradas.

Esta meditación se la hace sentado en una silla o en un sillón o en el piso, nunca acostado, y en ayunas. No es necesario practicar posiciones de yoga ni la flor de loto ni tocar los deditos índice y pulgar recitando el ohmm. Tranquilo y cómodo. Ni siquiera aislado, puede ser en un subte o en una plaza.
Por supuesto que esta tradición es una entre innumerables que han nacido en la India milenaria, y cada una tiene su propio prospecto de disciplinas espirituales. Yo mismo, hace décadas, tuve mi iniciación con otro gurú, Maharaji, luego de un accidentado viaje por Oriente.

La razón por la que busqué esta vez un profesor de meditación tenía que ver con mi sensación del tiempo. Nunca tenía tiempo. El tiempo se me va. Vivo apurado sin salir de un mismo lugar. Un estado de ansiedad y de inquietud ya es parte de mi normalidad. Vivo mi estancia terrestre con un tiempo compartido con la muerte. Es como si un posible Creador me pagara por hora. En lugar de hacer mi trabajo, pareciera que me lo quiero sacar de encima, para comenzar otro para sacármelo de encima.
Cada vez que me pica el brazo pienso que me lo van a amputar. Una hipocondría heredada no me hace la vida más fácil. Así y todo soy un tipo feliz.

No sé quién me corre. Sí, ya sé, el tiempo, el mismo que la mitología griega ilustraba como un devorador de sus propios hijos. Las explicaciones psicológicas abundan. Sacar de la galera del inconsciente las palabras reprimidas y los deseos disfrazados está muy bien. Pero mi último psicoanalista se cayó de la cama por querer atrapar un mosquito, se golpeó la cabeza contra la mesa de luz, y entró en coma. Murió.

No sé si será por la desdichada mesa de luz o no, pero no es la iluminación lo que busco. No creo en la inmortalidad. Ni en la sabiduría. Ni en el control mental. Ni en que se llegue a ser mejor persona por meditar. Se puede ser una bestia meditadora y un neonazi embebido en prana (hálito) dulzón. No soy un optimista cósmico.

Por deformación profesional, soy un hombre de palabras. Mi tradición indudablemente no es la budista sino la socrática por un lado, y la judía por el otro. Por la primera, me enseñaron que el pensamiento tiene que ver con la libertad, y el ser libre con el discutir lo que se me quiere imponer sin mi consentimiento. Por la judía, una exigencia dura conmigo mismo por estar siempre en falta por incumplimiento del deber ante quien nos ha elegido. Por algo los judíos hemos inventado la noción de “culpa”, y el Día del Perdón.

La meditación llamada por los azares de la traducción, “trascendental”, alisa en parte las aristas de mi doble cuna. Las hace más amables. En realidad, toda práctica que disminuye la tensión mental nos vuelve más pacientes, hasta podemos llegar a esperar un turno, de lo que fuere, sin desesperarnos.
Sin duda que existen las pequeñas molestias para quien dedica su vida a la dialéctica filosófica cuando debe escuchar las reflexiones de los instructores de meditación, y también en las lecturas de los textos sacros del Oriente.

Tuve la suerte de tener un instructor uruguayo, futbolero y que le gusta hablar de política, lo que me evitó esa suavidad exasperante de quienes vuelan alto y son vegetarianos. De todos modos, me recitan un cuento chino, otro hindú, una fábula en la que un discípulo camina por un sendero de rubíes hasta la cabaña de un maestro; me descubren una vez más, cuatro décadas después de la primera moda, las enseñanzas de Don Juan que es como volver a Woodstock en silla de ruedas, contemplo el fondo milagrero que embelesa a otros discípulos en estado de ensoñación entre fetal y senil, y soy testigo, al fin, de la buena nueva que me anuncia que la paz mundial, la felicidad, el éxito y la iluminación están garantizados si meditamos. Pero lo que puede estar garantizado, en todo caso, con la meditación, es mi paciencia benevolente con el marketing oriental que no impide que el tiempo no me corra como antes y que camine a mi lado sin apurarme tanto.

La meditación acompaña el trabajo y los días de nuestra existencia. Puede convertirse en una compañía y ser parte diaria como el cepillado de los dientes. Hasta sentir, en ciertos momentos, que somos como animales que dos veces por día, durante media hora, deben meterse en su madriguera, para no hacer nada. Es como volver un rato a casa y al cerrar los ojos, en realidad, apagamos la luz para viajar por nuestra mente. Pero no es un estuche, eso es lo extraño, la mente es un sobre abierto, conectado con el mundo, sin necesidad de verlo.

Tomás Abraham.

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