LA CAJA DE LETRAS narrativa contemporánea “la vaga impresión de una actividad inusual”



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la caja de letras es un reducto,
un solar; uno de esos donde jugaba cuando era niño
uno de esos descampados heridos de hierba amarilla y ladrillos
de granito, a pedazos

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Los domingos eran cojonudos porque estaba solo, y no tarde en llevarme una botellita de whisky al trabajo. Uno de estos domingos, después de una noche de borrachera brutal, la botellita mañanera me dio la puntilla; perdí la noción de todo. Aquella noche, al llegar a casa, tenía la vaga impresión de una actividad inusual. Se lo dije a Jan a la mañana siguiente, antes de irme al trabajo.
-Creo que ayer jodí la marrana. Pero a lo mejor son figuraciones mías.
Entré y fui a fichar en el reloj. Mi ficha no estaba en el panel. Me di la vuelta y fui a ver a la vieja que llevaba la oficina de personal. Cuando me vio pareció ponerse nerviosa.
-Señora Farrington, ha desaparecido mi ficha del reloj.
-Henry, yo siempre creí que eras un chico decente.
-¿Sí?
-¿Es que ya no te acuerdas de lo que hiciste?- me pregunto mirando nerviosamente a su alrededor.
-No, señora.
-Estabas borracho. Encerraste al señor Pelvington en el retrete y no le dejabas salir. Le tuviste encerrado durante media hora.
-¿Qué le hice?
-No querías dejarle salir.
-¿Quién es?
-El gerente de este hotel.
-¿Y qué más hice?
-Estuviste sermoneándole sobre cómo dirigir este hotel. El señor Pelvington ha estado en el negocio de la hostelería durante treinta años. Le dijiste que las prostitutas debían ser hospedadas solo en el primer piso y que debían someterse a exámenes médicos periódicos. No hay prostitutas en este hotel Chinaski.
-Oh, ya lo sé, señora Pelvington.
-Farrington.
-Señora Farrington.
-También le dijiste que cesarían las sustracciones si a cada empleado se le diese una langosta viva para llevar a casa cada noche, en una jaula especialmente construida que pudiera llevarse en autobuses y tranvías.
-Tiene usted un gran sentido del humor, señora Farrington.
-El guardia de seguridad no consiguió que soltaras al señor Pelvington. Le rompiste la gabardina, estabas frenético. Fue solo después de que llamáramos a la policía cuando le dejaste libre.
-¿Debo presumir que estoy despedido?
-Presumes correctamente, Chinaski.
Salí por detrás de una pila de cestas de langostas. Cuando la señora Farrington dejo de mirarme, torcí hacia la cafetería de personal. Todavía tenía mi tarjeta de alimentación. Podía tomarme un último almuerzo de categoría. La comida era tan buena como la que le daban a los clientes en el piso de arriba y además te ponían mayores raciones. Agarre mi tarjeta y entre en la cafetería, cogí una bandeja, cuchillo y tenedor, una taza y varias servilletas de papel. Me acerque al mostrador de la cocina. Entonces levante la mirada. Clavado en la pared detrás del mostrador había un pedazo de cartón con una rotunda frase escrita en letras grandes.
NO LE DEN DE COMER A HENRY CHINASKI
Volví a dejar la bandeja y los cubiertos sin que se dieran cuenta. Salí de la cafetería. Atravesé el patio de carga, luego salí al callejón. Me cruce con otro vagabundo.
-¿Tienes un cigarro, colega?
-Sí.
Saque dos, le di uno y yo tome el otro. Se lo encendí, luego encendí el mío. El se fue hacia el este y yo hacia el oeste.

Factotum 1975 Charles Bukowski

Traducción Jorge Berlanga

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