SAN MANUEL BUENO, MARTIR, de Miguel de Unamuno.



Impresionante novela del genio bilbaino publicada en 1931. Pocas obras como esta me han hecho reflexionar mas sobre la vida, la muerte, dios y la necesidad de trascendencia.

Desde el punto de vista Ángela Carballino escribe la historia de don Manuel Bueno, párroco de su pueblecito, Valverde de Lucerna. Múltiples hechos lo muestran como “un santo vivo, de carne y hueso”, un dechado de amor a los hombres, especialmente a los más desgraciados. Sin embargo, algunos indicios hacen adivinar a Ángela que algo lo tortura interiormente: su actividad desbordante parece encubrir “una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y los oídos de los demás”.

Un día, vuelve al pueblecito el hermano de Ángela, Lázaro. De ideas progresistas y anticlericales, comienza por sentir hacia don Manuel una animadversión que no tardará en trocarse en la admiración más ferviente al comprobar su vivir abnegado. Pues bien, es precisamente a Lázaro a quien el sacerdote confiará su terrible secreto: no tiene fe, no puede creer en Dios, ni en la resurrección de la carne, pese a su vivísimo anhelo de creer en la eternidad.

Y si finge creer ante sus fieles es por mantener en ellos la paz que da la creencia en otra vida, esa esperanza consoladora de la que él carece. Lázaro, que confía el secreto a Ángela, convencido por la actitud de don Manuel, abandona sus anhelos progresistas y, fingiendo convertirse, colabora en la misión del párroco. Y así pasará el tiempo hasta que muere don Manuel, sin recobrar la fe, pero considerado un santo por todos, y sin que nadie, fuera de Lázaro y de Ángela, haya penetrado en su íntima tortura.

Quién lee San Manuel siente una profunda nostalgia de Dios, y un vago deseo de que Él realmente exista. Siente una atracción estético-sentimental por el silencio de Dios, silencio de un Ser que podría hablarnos como un padre a sus hijos, silencio que la voz de don Manuel, en sus sermones, en sus consejos, substituye con su tono tan humano que llega a parecer divino.

Don Manuel esconde su falta de fe, y lo hace en nombre de su amor a aquellas personas que creen en él y que creen en Dios, en la Virgen María etc. No quiere envolver en su angustia a personas sencillas cuyo sentido en la vida consiste en esperar la recompensa del Cielo. Unamuno construyó un personaje que miente o engaña a los otros por considerar un deber de conciencia mantenerlos fieles a la Iglesia, a sus devociones, a su esperanza en la vida eterna. Don Manuel acredita que el pueblo precisa del fervor religioso para vencer el tedio de la vida.

No estamos frente a un ateísmo corriente. Para don Manuel la vida sin Dios no tiene sentido. La lógica corriente de la percepción del vacío absurdo llevaría al suicidio. Don Manuel opta por el martirio, un martirio sui generis. Muere, mátase, por amor al pueblo que no tenía fuerzas para enfrentarse a ese vacío. Ahogando su desespero, no en el lago, pero en la caridad heroica destituida de motivaciones sobrenaturales, don Manuel ahorra a los otros la verdad asesina y, a sí mismo, el horror de sólo tener el suicidio como escapatoria de la falta de sentido. En otras palabras, el sentido de la vida de don Manuel, lo que le salva del suicidio, es mantener intacta la felicidad ajena, elemento que le da fuerzas (precarias) para no sucumbir al dolor de haber nacido.

Don Manuel opta por un dilema sin salida. No puede renunciar a su ateísmo ni a su misión sacerdotal. Será tal vez un dilema artificial, pero es alrededor de él que todo gira. Lázaro, su discípulo amado, concluye que hay en la vida dos tipos de hombres nocivos: los que creen en la vida eterna y atormentan los otros para que desprecien la vida presente en nombre de aquella, y los que no creen en la vida eterna y atormentan los otros para que desprecien la eterna en nombre de un futuro intra-mundano

SI ALGUIEN NO LO HA LEIDO AUN, ESTA TARDANDO...

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